octubre 02, 2008

De muertos que caminan...


Las moscas han enloquecido con mi hedor. Hiedo a sal, el sol ha alumbrado durante varias horas mi desecho, Mi cuerpo, aquí derrumbado, es semejante a una flor podrida de la mas extraña belleza.
Veamos, la descomposición acelerada me corrompe, ya he comenzado a hincharme, me siento algo deformada.
¿Los muertos pueden sentir náusea?
Vomitaría de ser así, algo me lo impide; tengo restos secos de una previa regurgitación, estos restos se han ido acumulando en mi garganta y han ido formando una pared fétida de jugos

Las moscas otra vez, están furiosas con mi hedor, es que llevo una importante fracción de tiempo tirada aquí.
Pienso -¿pienso?- que lo mejor sería dejar de esperar a que alguien, por caridad, de cuenta de mi muerte y que entonces el rito funerario suceda a la negra noticia...
Que se lleve a cabo la gris ceremonia con todo el fastidio y el peso del aburrimiento y tormento encadenado a los tobillos.

Es aburrido un entierro, lo es mas para los muertos.
Lo mejor será - que rigor, que asco- levantarse de estas húmedas lozas e intentar escapar de la vista de los vivos por cualquier penoso medio, yo y todos mis restos, pero estoy tan cansada que lo último que deseo en este momento es emprender una carrera sin sentido.

Pasa un tiempo corto, unas horas más (para un muerto tres horas son nada).
Bien, lo intentaré de todas maneras, al menos así podré asegurarme de que en realidad he muerto.

¡Dios mío, la gente no puede andar lidiando así como así por las calles con cualquier muerta que se les cruce!

Pienso esto y luego estiro un brazo y todos los huesos, desde la punta de mis dedos hasta las caderas, crujen con una pena impotente -siento el rostro inflamado y me pregunto cuantos días llevo tirada acá-. La gente se va acostumbrando a la muerte, se comienza siempre con el hedor... apestas y entonces se resignan a la idea de tu sepultura, de otra manera cuesta asimilar el fin de la milla, el fin de la pendiente.

Hago lo mismo con el otro brazo, el mismo crujido me hace gemir con una voz gutural que, más que gemido, asemeja un mugido mortuorio de res condenada.
Tengo ambos brazos flectados rigurosamente a la altura de mi pecho y al comenzar a estirarlos puedo al fin, costosamente por supuesto, despegar el rostro del fangoso charco de vomito y sangre.
Siento los ojos secos y mi tabique esta roto.

Alguien se acerca. Es una mujer, no muy vieja (por suerte, no se asustará tanto al verme), cruza la calle y se detiene a observar mis dramáticos esfuerzos.

"Buenos días”-me dice- y espera pacientemente, supongo, que le devuelva el saludo.
Intento articular, mi cabeza serpentea y se despereza del polvo.
Mientras tanto sus ojos se abren, se despeja la frente cubierta de algunos cabellos pegados por el sudor del día y luego de darme algunos ánimos y palmaditas en la espalda me sonríe, ensayo devolverle la sonrisa, empresa que arranco con dificultad y que me es imposible completar; mis labios inflamados y violáceos se parten y escupen un líquido espeso.

Mi cara y todos sus huesos crujen, mi lengua se encuentra petrificada, cruzada por la rocosa corrupción de la muerte. Ella se inclina un poco hacía mi, y con sus manos sobrepuestas sobre sus rodillas espera el saludo. Entonces mi lengua cede finalmente y con ella aquel murallón de vómito fibroso entubado en mi garganta se desprende y una tromba de viscosidades amorfas aflora y se derrama a sus pies desparramándose aún más allá de ellos.

El alivio es inmediato, aunque sé, es pasajero; algo ha estado vaciándose dentro de mi vientre, alguna filtración en mi interior me ha abultado la panza. Observo la transfiguración de mi saludo: Una masa deforme en la que flotan los últimos manjares de mi vida, comidos y bebidos - ahora lo se bien, he muerto-. Mucha sangre amoratada, mucha bilis, agua, restos de algún órgano que ha terminado de descomponerse y… mi lengua.

La mujer no se mueve, la voz y el grito se encogen; tiembla y se observa los pies espantada, me obliga a pensar que eran unos zapatos preciosos y que aún con una severa cuota de misantropía me hubiese apenado mucho estropearlos de tal manera. No puedo pedir perdón, carezco de la movilidad necesaria ¡carezco de lengua! Ella se irá, acabo de estropear su caridad y sus zapatos, odiará por mi culpa a los otros muertos que andan por ahí.

Un coche se detiene en la esquina y ella corre hacia el, que espera con la puerta del copiloto abierta. Corre -si, es mejor así- corre a medias, resbalando de vez en cuando, con la porquería de mis entrañas pegada a la planta de sus zapatos, sin despedirse. Me tumbé otra vez, que vergonzosa es esta condición.

¿Y ahora que? - me pregunto- un bus asoma en la otra esquina y se pierde en dirección hacia donde marchó el coche.

El bus...

No puedo continuar descomponiéndome de esta manera sobre las delicadas lozas de este jardín desconocido ¿Que pensaran sus dueños cuando me encuentren? ¿Como vine a dar aquí? Olvidémoslo, lo que importa en este momento es volver a mis intentos de enderezarme, gatear hasta la parada y aguardar.

Intentaré ser rápida - al menos todo lo que la rigidez me permita- marcharé cabizbaja para no ser fuente de espanto para alguna otra persona más. Al palpar mis bolsillos suenan algunas monedas, pienso que bien podría soportar el tedio de auto sepultarme... Bien, veamos, aquí viene el recorrido al cementerio de M...., el camino no es tan largo y el atardecer me parece ideal.

Me extraña conservar todavía el olfato, nunca en vida me preocupé de oler las flores...

2 comentarios:

Kenneth Moreno May dijo...

Te me adelantaste, pensaba escribir algo extrañamente identico a esto...

AdMortem dijo...

jaja... pa que veas, todavía existen las casualidades.