Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después;
Que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y arroyos secos.
Pero sí, hay algo.
Hay un pueblo.
Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Nos han dado la tierra, Juan Rulfo.
Ojalá, es todo.
Doña Asunción nunca tuvo necesidad de creer en un mejor país.
El lugar donde nació le regalaba el sosiego de levantarse y saludar al horizonte con las dos manos, para acostarse 14 horas después con la sensación infinita que provee la felicidad real.
En esos primeros años nunca necesitó pensar cómo sería un mundo mejor, aunque después mirara hacia atrás y se encontrara con un pasado armonioso que no se podrá repetir, a pesar de que la historia de masacre y corrupción sí volviera a vivirse una y otra vez...
Pueblo de grandísimos hijos de puta.
Hermosísimos terrenos de mentiras y envidias arraigadas al alma de cada habitante desde tiempos remotos.
Casas hechas a base de engaños, de patrañas, de intereses y de ingenuidad.
Infeliz país de miseria pero, peor aún, de resignación, de dominados y dominadores.
Qué cultura tan rica, qué bellos paisajes, qué hermosa tierra la nuestra, donde pensamos que sintiéndonos orgullosos de una puerca bandera y un artista de tres pesos podemos olvidar o, en su defecto, disfrazar el hecho de ser una nación perdida y agujereada por el paso desalmado de los años.
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