julio 14, 2008

Memorias humedecidas en la ciudad de la eterna penumbra


Federico está en la esquina de la décima con diecinueve esperando un bus mientras pequeñísimas gotas de lluvia salpican sus tenis sin que él lo note y una obra barroca retumba en sus oídos.
Yo estoy a su lado derecho, atrás, imaginándome su cara por la posición de su cuerpo y escuchando cualquier cosa a la que no le presto atención.
Él, según su postura quieta y su cuerpo rígido, debe estar mirando hacia adelante sin fijarse en los carros que pasan y en la infinidad de buses que levantan el polvo que el piso ha recogido a lo largo del día.
Debe tener mirada de ciego y está decidido a -en el instante en que logre salir de su abstracción momentánea- coger el primer bus que pase por enfrente de su rostro.
Me interrumpe y levanta su brazo y para la buseta.
Se sube y yo me subo detrás y, no sé bien por qué, hago algún gesto que engaña al conductor y le dice que yo vengo con él.
El conductor me mira sin sonreir y me indica que me siente adelante, porque atrás no hay más puestos.
Olvidando que él pensaba que yo venía con Federico, me pierdo en la infinidad abrumadora que evoca la carrera décima a las seis de la tarde de un día.
Luego, me encuentro en un momento con los ojos del conductor sobre los míos reclamándome la plata del pasaje.
Me bajo olvidándome de todo y de nada un poco y con el leve presentimiento de que la registradora por la que pasaré al bajarme, sólo esa, única en el universo y única en ese bus, me traerá horribles recuerdos.
Llego al asfalto, que en Bogotá parece el mismo siempre, y mi piel no se rehúsa a que la lluvia -esa intermitente en los tenis Federico, que ahora es más densa y más triste- la toque y, de cierta forma, la maltrate con su sutileza macabra.
Camino, pero muy poco, como el que no quiere caminar.
Prendo un cigarrillo con el único fósforo que me queda y contemplo con poca concentración cómo el piso, los olores, el aire y los colores me dicen claramente que ha llovido todo el tiempo.
Aunque inmóvil, viéndole los ojos a mi reflejo del agua tengo la magnífica capacidad de extenderme y hasta verme en otro lugar diferente al que yo piso o al que me pisa a mí en ese momento real.
Inmóvil, todavía, veo ese charco que parece el espejo más grande del mundo.
Me pongo los audífonos y vuelvo a escuchar algo que no me recuerda nada. Y me devuelvo como llegué.

1 comentario:

Anónimo dijo...

simplemente espectacular, hay veces en las que divagamos entre nuestros pasos, entre nuestros silnecios...
genial!