julio 30, 2008

Memoria de árbol


Un día, Ange me regaló un sobre en el que estaba pegado un dibujo suyo.
Dentro del sobre había una cartita y una foto de mi cara mirando hacia el piso con una bufanda envolviendo suavemente mi cuello.
A veces pongo su sobre en el piso de mi cuarto y me acuesto al lado a mirarlo hasta que el tiempo se consume totalmente.
Por momentos pienso en un cielo infinitamente blanco sin ninguna estela multicolor o de relámpago, como le gusta a ella.
Paso varios minutos acostada al lado del grafito que está sobre el papel gracias a sus manos.
Me acuerdo de los árboles que nunca nos vieron llorar y de los pájaros que buscaron el norte mucho antes que decidiéramos fumarnos ese cigarrillo de chocolate en la inmensa plaza.
Añoro los espejos que nunca nos vieron mirándonos en ellos cuando caminábamos por el colegio que se convirtió en pasado pero sin haber dejado de ser casa de casas.
Recuerdo esos objetos que se fueron antes que nosotras llegáramos: las mariposas púrpura, las copas con un sorbo de vino, las cenizas del cigarrillo y los pedazos de vida en los sofás.
Apoyada sobre un inventario de colores y personas, mi mente adquiere la capacidad de añorar lo que partió antes de que mis ojos lo percibieran.
Ange, sin embargo, se rehusa a ser de ese tipo de recuerdos.
Ange está conmigo un poco porque no es un pedazo de memoria agrietada como los demás pedazos de mundo:
Ella es como la taza de café que siempre espera, pacientemente, por un cigarrillo que la acompañe.
Es una añoranza que he vivido mucho, y que se resiste decididamente a que las escenas que la involucran sean olvido.
Yo sé que sus pasos son brisa y color, sé que su sonrisa nace como la orquídea que brota del árbol y se alimenta de su propio movimiento.
Y tal vez todo pase así porque me está esperando muy bien escondida detrás de la guirnalda de la vitrina, trepada en el arbol-raiz del dibujo o aprisionada en la foto que me tomó.
No lo sé. Yo la busco, sin embargo.

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